jueves, 28 de octubre de 2010

El imponente Cabo Sounion

El templo de Sounion es uno de los santuarios más importantes de Ática.
Los hallazgos confirman que el sitio fue habitado ya en el período prehistórico pero no hay evidencia de práctica religiosa en una fecha tan temprana.
"Sounion Hiron" (santuario de Sounion) se menciona por primera vez en la Odisea, como el lugar donde Menelao se detiene durante su vuelta de Troya para enterrar a Phrontes Onetorides. Los hallazgos del s.VII a.C.. son numerosos confirmando la existencia del culto organizado en dos puntos del promontorio: en el borde meridional de temenos de Poseidon y cerca, al NE de él, donde se fundó el santuario de Atenea.
Terminadas la guerras médicas, Sounion, como el resto de Ática, entró en un periodo de esplendor, a finales del s. V a.C., durante la guerra de Peloponeso, los atenienses fortificaron cabo de Sounion. A partir del s. I a.C., los santuarios declinaron gradualmente y Pausanias, que navegó a lo largo de la costa del promontorio identificó, de forma incorrecta, el templo con el culto de Atenea.
El templo fue visitado por numerosos turistas antiguos y descrito por viajeros modernos, que visitaron Sounion antes del comienzo de las excavaciones, algunos de los cuales realizaron grabados en sus piedras entre las cuales destaca la que realizó por lord Byron.
  • El Templo de Poseidón
Al final del periodo arcaico se construyó un templo imponente que ocupaba la misma posición que el templo actual, pero era más pequeño.
Era de estilo dórico con un columnata externa de 6 x 13 columnas. Su construcción fue interrumpida por la invasión persa. El templo actual también era dórico, con 6 x 13 columnas, hechas del mármol de Agrileza, pero sin un columnata interna interno. El estilobato medía 13.47 x 31.12 m.
Se construyó entre el 450-440 a.C.. y, según otra teoría, fue realizado por arquitecto que había construido el Hephaisteion ("Theseion") en el Agora antigua de Atenas.


Detalle de los "grafíttis" de Cabo Sounion, entre ellos el de Lord Byron
  • La Fortaleza
El cabo de Sounion fue fortificado en 412 a.C.. durante la guerra de Peloponeso, para controlar y asegurar las naves que llevaban alimento, esencialmente cereales, a Atenas. Se aprecie el uso de varios materiales y técnicas en la construcción es probablemente el resultado de las reparaciones realizadas durante la guerra y los años siguientes (266-229 a.C.).
El santuario de Poseidon ocupa el extremo del SE de la fortaleza. La pared comienza en la esquina del NE, se extiende al desde el norte y da vuelta hacia el oeste.

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miércoles, 27 de octubre de 2010

CULTURA CLÁSICA / LATÍN 4º ESO - Documental: "La Lucha de los dioses: Hércules".

La leyenda del superhéroe más fuerte de la mitologí­a griega y su búsqueda de redención. Para expiar su culpa tras haber cometido un crimen atroz, Hércules emprendió una serie de retos imposibles conocidos como los doce trabajos. Hércules aun pervive como uno de los semidioses más influyentes, pero recientes hallazgos arqueológicos sugieren que el hombre más fuerte de la mitologí­a pudo haberse inspirado en un personaje real.


domingo, 24 de octubre de 2010

FILOSOFÍA II / GRIEGO I - La evolución de la πόλις.

  • Del siglo VIII al IV a.C. (la polis en la época de Platón y Sócrates).
La polis es el resultado de los orígenes demográficos griegos. Cuando diferentes tribus y estirpes llegaron a Grecia entre el XVIII y el XV a.C. (época micénica) y se encontraron con su complicada orografía, se asentaron y dan origen a pequeños pueblos. El terreno montañoso de Grecia y sus limitados llanos y valles fomentó la formación de múltiples estados pequeños en lugar de unos pocos de mayor tamaño.

Tras la llamada "Época Oscura" (XI-VIII a.C.) y la llegada de estos nuevos tiempos, conocidos tradicionalmente como “Época Arcaica”, se ha de notar desde un primer momento que el renacer cultural, patente tanto en el arte, como en la ciencia y la filosofía (aún de la mano), se hace posible en centros de población con rasgos muy diferentes a las antiguas ciudadelas micénicas. Aunque las murallas siguen siendo características la actividad oficial desciende al ἄγορα, la plaza pública, reservando la parte más alta de la πόλις, la ἀκροπόλις, para el recinto religioso en honor a las divinidades de la ciudad:

Por regla general, cada ciudad-estado se componía de un centro urbano amurallado rodeado de tierras de labrantío. La vida en una ciudad ya sin rey evoluciona hacia el dominio, en muchas ocasiones abusivo, de las clases más altas, lo que acaba generando inevitables problemas sociales. Aunque cada ciudad tuvo su forma peculiar de gobierno, la participación ciudadana en los procedimientos legales y políticos engendró poco a poco el sentido de comunidad., afianzados, además, por sus vínculos con la deidad protectora de la ciudad.
La polis se basa, por tanto, en la idea de autarquía. Se consigue todo ello gracias al especial espíritu griego, capaz de la especulación filosófica. La polis aparece como el centro de la vida en Grecia. La polis va a permitir la vida en común., En la gran mayoría se desarrollará el órgano de la Asamblea que con mayor o menor capacidad decisoria obliga a tomar decisiones compartidas y a respetar unos códigos de comportamiento y fidelidad a la polis. Cuando un ciudadano es infiel a la polis es castigado (ostracismo -pena grave- o cicuta -pena de muerte).
  • Del siglo IV a.C. en adelante (la polis en la época de Aristóteles).

A partir de la época clásica tiene lugar una lenta transformación en la concepción de la polis. Debido en parte a las alianzas "masivas" (Federación Panhelénica en la Guerras Médicas o la Liga Ateniense y Liga del Peloponeso en las del Peloponeso) el esquema de la polis entra en crisis porque comienza a perder su principal característica: la autarquía.

Con la entrada en escena de la potencia bárbara del norte, Macedonia, y su victoria decisiva en Queronea a cargo del rey Filipo la decadencia es un hecho. A Filipo le sucede Alejandro, quien trae la consagración de una nueva forma política: crea un Imperio. Y este imperio nace con un único estandarte político-administrativo (él mismo, como "hijo de Zeus" que es) y cultural (lo helénico).

La conquista de Grecia (y toda Persia) por Alejandro Magno terminó con las ciudades – estado, la polis, con su independencia y libertad; pero de la misma manera sirvió para transmitir la cultura helénica a otros ámbitos geográficos como Alejandría o Rodas. Los griegos buscaron durante este periodo en el arte y la filosofía la libertad que habían perdido.
  • En el ámbito del arte se podría decir que este período es el primer intento de globalización, ya que los ciudadanos griegos se convierten en miembros de una comunidad más grande y policroma, de una comunidad económica, social y ideológica plural, reciben influencias de Asia y de Africa. Tal vez, el eclecticismo sea la característica fundamental de esta etapa. El reunir lo mejor de todos los países conquistados y unificarlo en un solo elemento, la obra, el arte.
  • En cuanto a la filosofía, ésta se vuelve un saber de salvación y una búsqueda de la felicidad y libertad espiritual. Se basará en tres temas: la amistad, la felicidad y el ser mismo, pero desde la perspectiva del "cosmopolita" (ciudadano del mundo), no de la del ciudadano comprometido con su comunidad particular. Esto deriva en la crítica a la concepción de la polis por parte de muchos autores que llegan a la conclusión de que la ciudad autáquica o las ligas no pueden contra Alejandro. Sin embargo, según Aristóteles, precisamente esa autarquía es esencial para el pleno desarrollo de la naturaleza humana. Que Alejandro acabe con ella no es plato de gusto para el que había sido su maestro (v. Alejandro y Aristóteles), el cual será visto, por tanto, como el último representante de una filosofía política ya caduca.

jueves, 21 de octubre de 2010

CULTURA CLÁSICA / LATÍN 4º ESO - Documental: "La Lucha de los dioses: Zeus".


A menudo las primeras historias que aprendemos de niños son los mitos, parábolas donde el bien y el mal chocan y la realidad convive con la fantasía. Hace miles de años, los mitos se usaron para ayudar a enmarcar el mundo de los antiguos, dictando las conductas de sus sociedades. Pero estos mitos son tan potentes que aún hoy siguen formando parte del tejido del mundo, donde quiera que miremos hallaremos sus restos.
Reproducción de una vasija griega que representa a Zeus contra Tifón

Laurence Olivier como Zeus en Furia de Titanes (1981)
El dios más poderoso de la antigua Grecia emprende una lucha épica contra su propio padre para controlar el universo. Los olímpicos retan a los titanes en el mayor enfrentamiento de la mitología, una verdadera lucha de dioses.

sábado, 16 de octubre de 2010

GRIEGO I / CULTURA CLÁSICA / FILOSOFÍA II - "Revelaciones: La Atlántida"

[Extraído de DE EGIPTO A ROMA

En facebook recientemente, comentaban la noticia del hallazgo de una pieza ceramica en Jaen, pintada con un simbolo, que define la ciudad atlante, recalcando el poco eco que tienen estos descubrimientos en los medios, por miedo a pèrder veracidad en sus publicaciones.

Atlántida (en griego antiguo Ατλαντίς νησος, Atlantis nesos, ‘isla de Atlantis’ ) es el nombre de una isla legendaria desaparecida en el mar, mencionada y descrita por primera vez en los diálogos Timeo y el Critias, textos del filósofo griego Platón.
La precisa descripción de los textos de Platón y el hecho que en ellos se afirme reiteradamente que se trata de una historia verdadera, ha llevado a que, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XIX, durante el Romanticismo, se propongan numerosas teorías sobre su ubicación. En la actualidad se piensa que el relato de la Atlántida, según la interpretación literal de las traducciones ortodoxas de los textos de Platón, presenta anacronismos y datos imposibles. Una opinión muy extendida es que la Atlántida descrita por Platón nunca existió, y que sólo es un mero vehículo literario o un mito inventado por él.
Por otro lado, como ya se ha dicho, Platón describió el relato como historia verdadera y no como mito. Se ha apuntado que la leyenda pueda haber sido inspirada en un lejano fondo de realidad histórica, vinculado a alguna catástrofe natural pretérita como pudiera ser un diluvio, una gran inundación o un terremoto.

  • El Timeo y el Critias
Las primeras referencias a la Atlántida aparecen en el Timeo y el Critias, textos en diálogos del filósofo griego Platón. En ellos, Critias, discípulo de Sócrates, cuenta una historia que de niño escuchó de su abuelo y que este, a su vez, supo de Solón, el venerado legislador ateniense, a quien se la habían contado sacerdotes egipcios en Sais, ciudad del delta del Nilo. La historia, que Critias narra como verdadera, se remonta en el tiempo a nueve mil años antes de la época de Solón, para narrar cómo los atenienses detuvieron el avance del imperio de los atlantes, belicosos habitantes de una gran isla llamada Atlántida, situada frente a las Columnas de Hércules y que, al poco tiempo de la victoria ateniense, desapareció en el mar a causa de un terremoto y de una gran inundación.
En el Timeo, Critias habla de la Atlántida en el contexto de un debate acerca de la sociedad ideal; cuenta cómo llegó a enterarse de la historia y cómo fue que Solón la escuchó de los sacerdotes egipcios; refiere la ubicación de la isla y la extensión de sus dominios en el mar Mediterráneo; la heroica victoria de los atenienses y, finalmente, cómo fue que el país de los atlantes se perdió en el mar. En el Critias, el relato se centra en la historia, geografía, organización y gobierno de la Atlántida, para luego comenzar a narrar cómo fue que los dioses decidieron castigar a los atlantes por su soberbia. Relato que se interrumpe abruptamente, quedando inconclusa la historia.

  • Descripción de la isla
Los textos de Platón sitúan la Atlántida frente a las Columnas de Hércules (lugar tradicionalmente entendido como el estrecho de Gibraltar) y la describen como una isla más grande que Libia y Asia juntas. Se señala su geografía como escarpada, a excepción de una gran llanura de forma oblonga de 3000 por 2000 estadios, rodeada de montañas hasta el mar. A mitad de la longitud de la llanura, el relato ubica una montaña baja de todas partes, distante 50 estadios del mar, destacando que fue el hogar de uno de los primeros habitantes de la isla, Evenor, nacido del suelo.

Según el Critias, Evenor tuvo una hija llamada Clito. Cuenta este escrito que Poseidón era el amo y señor de las tierras atlantes, puesto que, cuando los dioses se habían repartido el mundo, la suerte había querido que a Poseidón le correspondiera, entre otros lugares, la Atlántida. He aquí la razón de su gran influencia en esta isla. Este dios se enamoró de Clito y para protegerla, o mantenerla cautiva, creó tres anillos de agua en torno de la montaña que habitaba su amada. La pareja tuvo diez hijos, para los cuales el dios dividió la isla en respectivos diez reinos.

Al hijo mayor, Atlas o Atlante, le entregó el reino que comprendía la montaña rodeada de círculos de agua, dándole, además, autoridad sobre sus hermanos. En honor a Atlas, la isla entera fue llamada Atlántida y el mar que la circundaba, Atlántico. Un segundo hijo se llamaba Eumelo en griego, siendo su nombre original Gadiro, Gadeiron o Gadeirus, y gobernaba el extremo de la isla que se extiende desde las Columnas de Heracles hasta la región que, posiblemente por derivación de su nombre, se denominaba Gadírica, Gadeirikês o Gadeira en tiempos de Platón.

Favorecida por Poseidón, la tierra insular de Atlántida era abundante en recursos. Había toda clase de minerales, destacando el oricalco, traducible como cobre de montaña, más valioso que el oro para los atlantes y con usos religiosos (actualmente se piensa que debía ser una aleación natural del cobre); grandes bosques que proporcionaban ilimitada madera; numerosos animales, domésticos y salvajes, especialmente elefantes; copiosos y variados alimentos provenientes de la tierra. Tal prosperidad dio a los atlantes el impulso para construir grandes obras. Edificaron, sobre la montaña rodeada de círculos de agua, una espléndida acrópolis plena de notables edificios, entre los que destacaban el Palacio Real y el templo de Poseidón.


Construyeron un gran canal, de 50 estadios de longitud, para comunicar la costa con el anillo de agua exterior que rodeaba la metrópolis; y otro menor y cubierto, para conectar el anillo exterior con la ciudadela. Cada viaje hacia la ciudad era vigilado desde puertas y torres, y cada anillo estaba rodeado por un muro. Los muros estaban hechos de roca roja, blanca y negra sacada de los fosos, y recubiertos de latón, estaño y oricalco. Finalmente, cavaron, alrededor de la llanura oblonga, una gigantesca fosa a partir de la cual crearon una red de canales rectos, que irrigaron todo el territorio de la planicie.

  • En la Antigüedad
Se conservan no pocos párrafos de escritores antiguos que aluden a los escritos de Platón sobre la Atlántida; ciertamente se han perdido muchos otros. Estrabón, en el siglo I a. C., parece compartir la opinión de Posidonio (c. 135-51 a. C.) acerca de que el relato de Platón no era una ficción. Un siglo más tarde, Plinio el Viejo nos señala en su Historia Natural que, de dar crédito a Platón, deberíamos asumir que el océano Atlántico se llevó en el pasado extensas tierras. Por su parte, Plutarco, en el siglo II, nos informa de los nombres de los sacerdotes egipcios que habrían relatado a Solón la historia de la Atlántida: Sonkhis de Sais y Psenophis de Heliópolis. Finalmente, en el siglo V, comentando el Timeo, Proclo refiere que Crantor (aprox. 340-290 a. C.), filósofo de la Academia platónica, viajó a Egipto y pudo ver las estelas en que se hallaba escrito el relato que escuchó Solón. Otros autores antiguos y bizantinos como Teopompo, Plinio, Diodoro Sículo, Claudio Eliano y Eustacio, entre otros, también hablan sobre la Atlántida, o los atlantes, o sobre una ignota civilización atlántica.

jueves, 14 de octubre de 2010

"Los Clásicos de Grecia y Roma" - Editorial Gredos (III): "Teogonía" de Hesíodo.

La figura de Hesíodo siempre se ha encontrado bajo la inmensurable sombra de Homero. La tradición de los rapsodas arcaicos tiene en él una figura más: ¿qué tiene entonces de especial? Probablemente el hecho de que, a diferencia del (presunto) autor de Ilíada y Odisea, sí tenemos datos concretos de su vida. Esta característica, desarrollada en la introducción del catedrático en Filología Griega Aurelio Pérez Jiménez le hace bastante peculiar. Sin embargo, si profundizamos en esta característica y en la relación que ésta guarda con su obra literaria doblaremos una esquina y nos daremos de bruces con su grandiosidad y atractivo.
Hesíodo nos traslada a esa época que algunos denominan la salida de la época oscura: el Egeo se ha estabilizado, la piratería, aunque todavía existente, ha dejado de campar a sus anchas por las aguas helénicas. Los fenicios, experto comerciantes, siempre expectantes a lo que ocurre en el ámbito de las recién fundadas poleis, descubren en éstas un importante filón para sus actividades mercantiles. El incremento de la interactividad cultural traerá a la Hélade un nuevo sistema de escritura que, adaptado a la propia lengua, tomará el relevo del olvidadísimo Lineal B.

Es una época de renacimiento cultural y comercial, es tiempo de probar cosas nuevas, de buscar alternativas allende los mares. Podríamos pensar que los antepasados de Hesíodo formarían parte de aquellos primeros colonos de Asia Menor. Lo más curioso es que el padre de nuestro autor habría hecho el viaje contrario a la mayoría de helenos comerciantes de la época que buscaban suerte en las colonias. Él, por el contrario, retorna al continente, a Beocia, a Ascra, un pueblecito cercano a Tebas, en donde las Musas, a las faldas del mítico monte Helicón, inspiran a Hesíodo su obra sublime.
Hesíodo nos hablará, ni más ni menos, que del origen del mundo, del nacimiento de los inmortales dioses y de los procesos que llevan a Zeus a ser único repartidor de la Justicia, como padre de dioses y hombres que es.
Lo fantástico de Cosmogonía, Teogonía, Trabajos y Días y El Escudo de Heracles cada una de las descripciones de las criaturas y de las acciones mitológicas tienen su propio transfondo moral y etiológico, unas veces de forma más clara y otra tan oculta que nos fascina. Ante el funcionamiento armónico pero conflictivo del mundo, al hombre sólo le queda la alternativa del duro trabajo recompensado por la divinidad.

El hombre siente ha sentido fascinacion por la muerte, la oscuridad, el sueño, la noche, la luna, el espacio, el origen del mundo... Todas aquellas cuestiones cuya clave de funcionamiento se oculta a la vista curiosa y a veces inquisidora del ser humano.
Teogonía no es fácil de leer, pero la edición de Gredos consigue transmitir a su lector esta fascinación por los misterios del pensamiento griego arcaico, sobre sus inquietudes y sus miedos, sobre su deberes morales y sobre los castigos que Zeus soberano impondrá a todos aquellos que intenten romper su autoridad suprema, el gobierno de un mundo que, gracias a él, funciona en la más absoluta armonía, pero, al mismo tiempo, soportando los más cruentos conflictos entre las fuerzas que lo componen.

martes, 12 de octubre de 2010

Federico Nietzsche: "Homero y la filología clásica".

No existe en nuestro tiempo un estado de opinión concreto y unánime sobre la filología clásica. Tal es el sentir que predomina en los círculos de personas ilustradas, así como entre los jóvenes que se contraen al estudio de esta ciencia. Y la causa estriba en el carácter vario de ella, en la falta de unidad conceptual, en el carácter de agregado inorgánico de las diferentes disciplinas científicas que la componen y que sólo aparecen unidas por el nombre común de filología. Debemos confesar honradamente que la filología vive del crédito de varias ciencias, y es como un elixir extraído de raras semillas, metales y huesos, y que además oculta en sí misma elementos artísticos, estéticos y éticos de carácter imperativo que se resisten obstinadamente a una sistematización científica. Tanto puede ser considerada como un trozo de historia, como un departamento de la ciencia natural o como un trozo de estética: historia, en cuanto quiere reunir en un cuadro general los documentos de determinadas individualidades nacionales y hallar una ley que sintetice el devenir constante de los fenómenos; ciencia natural en cuanto trata de investigar el más profundo de los instintos humanos: el instinto del lenguaje; estética, por último, porque de la antigüedad general quiere estudiar aquella antigüedad especial llamada Clásica, con el propósito de desenterrar un mundo ideal sepultado, presentando a los contemporáneos el espejo de los clásicos como modelos de eterna actualidad. El hecho de que elementos tan heterogéneos, allegados de distintas ciencias, y de un carácter tan ético como estético hayan sido agrupados bajo un nombre común, constituyendo una especie de monarquía, puede explicarse por la circunstancia de que la filología en sus comienzos, ha sido siempre una disciplina pedagógica. Desde el punto de vista pedagógico se le ofrecían al hombre de ciencia una serie de valores -docentes y de elementos formativos preciosos, y así, bajo la presión de las necesidades prácticas, se ha ido formando esa ciencia, o mejor dicho, esa tendencia científica que llamamos filología.
Las diferentes tendencias fundamentales mencionadas han ido apareciendo en determinadas épocas, más acentuadas unas veces que otras, según el grado de cultura y el desarrollo del gusto de cada período; y también cada uno de los profesionales que con su aportación personal contribuía a la formación de esta ciencia la teñía del color particular de su visión especializada, hasta el extremo de que el concepto de la filología en la opinión pública era en cada momento dependiente y tributarlo del que la cultivaba.
Ahora, es decir, en un tiempo en que cada una de las ramas de la filología ha sido cultivada por una personalidad eminente, reina una general incertidumbre, y a la vez un cierto escepticismo, en los problemas filológicos. Esta indecisión de la opinión pública afecta a una ciencia tanto más cuanto que sus enemigos pueden trabajar con mayor éxito. Y los enemigos de la filología son numerosos. ¿Dónde no hallar al sempiterno burlón, apercibido siempre para dar algún alfilerazo al topo filológico, ese ser aficionado a tragarse el polvo de los archivos, a desmenuzar una vez más la gleba triturada cien veces por el arado? Mas para esta clase de adversarios la filología es un pasatiempo inútil, inocente e inofensivo; un objeto de burla, no de odio. En cambio, anida un odio invencible y enconado contra la filología allí dondequiera que el ideal es tenido como tal ideal, allí donde el hombre moderno cae en beata admiración de sí mismo, allí donde la cultura helénica es considerada como un punto de vista superado, y, por lo tanto, indiferente. Frente a estos enemigos, nosotros, los filólogos, debemos contar con la ayuda de los artistas y de las naturalezas artísticas, únicas que pueden comprender que la espada del bárbaro se cierne siempre sobre aquellas cabezas que tienen todavía ante sus ojos la inefable sencillez y la noble dignidad del helenismo, y que ningún progreso, por brillante que sea, de la técnica y de la industria; ningún reglamento de escuela, por muy acompasado que esté a los tiempos; ninguna formación política de la masa, por extendida que esté, nos puede proteger contra los ridículos y bárbaros extravíos del gusto ni de la destrucción del clasicismo por la terrible cabeza de la Gorgona.
Mientras que la filología, como ciencia una, es vista con malos ojos por las dos clases citadas de enemigos, hay, en cambio, muchas animosidades de carácter particular procedentes de la filología misma. Son estas luchas de filólogos contra filólogos, rivalidades de índole puramente doméstica, provocadas por una estúpida cuestión de rango, por celos recíprocos, pero, sobre todo, por la ya referida diferencia, y aun podremos decir que enemistad, de las distintas tendencias todavía no armonizadas que se agitan, mal disimuladas, bajo el nombre de filología.
La ciencia tiene de común con las artes que una y otras ven los hechos cotidianos de una manera completamente nueva y atractiva, como traídas a la existencia por arte de encantamiento, como vistas por primera vez. La vida es digna de ser vivida, dice el arte; la vida es digna de ser estudiada, dice la ciencia. Esta contraposición nos revela la íntima y a menudo desgarradora contradicción contenida en el concepto de nuestra ciencia y, por consiguiente, en la ciencia misma: en la filología clásica. Si nos colocamos frente a la antigüedad desde un punto de vista científico, ya sea que contemplemos los hechos con los ojos del historiador tratando de reducirlos a concepto, ya sea que, como el naturalista, comparemos las formas lingüísticas de las obras maestras antiguas, tratando de someterlas a una ley morfológica, siempre perderemos aquel aroma maravilloso del ambiente clásico, siempre olvidaremos aquel anheloso afán que sólo nuestro instinto estético puede descubrir en las obras griegas. Y aquí debemos poner atención en una de las animosidades más extrañas que la filología tiene que soportar. Aludimos a aquellos con cuya ayuda más parecía que podíamos contar: los amigos artísticos de la antigüedad, los ardientes admiradores de la belleza helénica, que son los que elevan la voz precisamente para acusar a los filólogos de ser los enemigos y destructores de la antigüedad y del ideal antiguo. A los filólogos reprochaba Schiller el haber destrozado la corona de Homero. Goethe, que primeramente fue partidario de las teorías de Wolff, anuncié su decadencia en estos versos:
Vuestra perspicacia, digna de vos,
nos ha eximido de toda veneración,
y confesamos, generosamente,
que la Ilíada es un zurcido.
Que a nadie lastime nuestra defección.
La juventud sabe de sobra
que nosotros la sentimos y pensamos como un todo.
Se supone que en favor de este iconoclasticismo militan profundas razones, y muchos dudan si es que los filólogos en general carecen de capacidad y de sensibilidad artística, siendo incapaces de comprender el ideal, o si en ellos el espíritu de negación les hace seguir una tendencia destructiva. Pero cuando los mismos amigos de la antigüedad clásica ponen en duda el carácter general de la filología clásica contemporánea con tales recelos y dudas, ¿qué influjo no ejercerán los exabruptos de los realistas y las frases de los héroes del día? Contestar a los últimos, y en este lugar, en presencia de las personas aquí congregadas, sería inoportuno , como no se me permita dirigirles la pregunta hecha a aquel sofista que en Esparta trató de hacer en público la defensa de Hércules: ¿Quién le acusa? En cambio, no puedo sustraerme a la idea de que también en este círculo de personas hallan eco algunas veces aquellas objeciones que salen con frecuencia de boca de hombres distinguidos e ilustres y que hasta han hecho mella en el ánimo de un honorable filólogo, abatiendo y atormentando su espíritu, y no precisamente en los momentos de depresión. Para los individuos no hay salvación ante el divorcio descrito; pero lo que afirmamos y sostenemos es el hecho de que la filología clásica, en su totalidad, en su conjunto, no tiene nada que ver con estas luchas y escrúpulos de sus cultivadores. Los esfuerzos artístico-científicos de estos singulares centauros se dirigen con empeño furioso, pero con lentitud ciclópea a colmar el abismo abierto entre la antigüedad ideal, que quizás es sólo la más bella floración de la pasión germánica por el mediodía, y la real; y con ello la filología clásica no persigue otra cosa que la definitiva integración de su propia esencia, el desarrollo y unidad de sus tendencias fundamentales, al comienzo enemigas y sólo unidas por la fuerza. Aunque consideremos el fin como inaccesible, aunque lo tengamos por una exigencia ilógica, el esfuerzo, el movimiento hecho hacia dicho punto es innegable, y yo intentaría hacer patente, por un ejemplo, que el paso mas importante de la filología clásica nos ha de acercar a la antigüedad ideal en vez de desviarnos de ella, y que justamente allí donde abusivamente se habla de destrucción del sagrario es donde se construyen y elevan nuevos altares. Examinemos, pues, desde este punto de vista la llamada cuestión homérica, de cuyo problema más importante ha hablado Schiller como de una barbarie erudita.
A este problema importantísimo está ligada la cuestión de la personalidad de Homero.
Pero en el presente se oye afirmar con insistencia que la cuestión de la personalidad de Homero ya no es actual y es cosa aparte de la verdadera cuestión homérica. Ahora bien, hay que convenir en que para un período de tiempo determinado por ejemplo, para nuestro presente filológico, el centro de la mencionada cuestión se puede separar un poco del problema de la personalidad: actualmente se hace el delicado experimento de reconstruir los poemas homéricos sin ayuda de la personalidad de su autor, sino como la obra de muchas personas. Pero cuando el centro de una cuestión científica se encuentra allí donde surgen nuevas corrientes de ideas, es decir, en el punto en que la investigación especial toma contacto con la vida total de la ciencia, por consiguiente, cuando se señala el centro de una determinación histórico-cultural de valores, debe uno detenerse en el recinto de las investigaciones homéricas, como núcleo fecundo de todo un cielo de cuestiones. En cuanto a Homero, no diré que el mundo moderno ha encontrado, pero sí que ha intentado hallar un gran punto de vista histórico; y sin adelantar yo aquí mi opinión sobre si esta tentativa ha tenido éxito o lo ha de tener, diré que el primer ejemplo de la aplicación de dicho criterio, lo teníamos ya.
Se ha sabido advertir en las formas aparentemente firmes de la vida de pueblos antiguos ideas poéticas condensadas; se ha reconocido por primera vez la maravillosa capacidad del alma de los pueblos para personalizar estados de costumbres y de creencias. Una vez que la crítica histórica se adueñó con perfecta seguridad de ese método que consiste en volatilizar las personalidades aparentemente concretas, es lícito señalar el primer experimento como un importante acontecimiento en la historia de las ciencias, con independencia de si en este caso se ha acertado.
No es este el único caso en que un hallazgo que hace época va precedido de una serie de previsiones casuales y de observaciones aisladas preparatorias. También el citado experimento tiene su atractiva prehistoria, pero en un tiempo pasmosamente lejano. Friedrich August Wolff ha tenido el tino de abordar la cuestión fundamental de la antigüedad. El punto culminante alcanzado por los estudios literarios de los griegos, y también el centro de los mismos, fue la época de los grandes gramáticos alejandrinos. Hasta este punto la cuestión homérica ha recorrido la larga cadena de un proceso uniforme de desarrollo, cuyo último eslabón, el último también que a la antigüedad le era dado alcanzar, fue el punto de vista de los gramáticos. Estos concebían la Ilíada o la Odisea como creaciones de un Homero: declaraban como posible psicológicamente, que obras de tan diferente carácter en su conjunto, hubieran brotado de un genio en oposición a los horizontes que las atribuían a individuos aislados y contingentes. Para explicar la diferente impresión total de las dos epopeyas por medio de la hipótesis de un poeta se acudía a la edad y se comparaba al autor de la Odisea con el sol que se pone. Por lo que respecta a la diversidad de las expresiones lingüísticas y conceptuales, el ojo de aquellos críticos demostraba inagotable agudeza y vigilancia; pero al mismo tiempo se había inventado una historia de la poesía homérica y de su tradición, según la cual estas diversidades no debían atribuirse a Homero, sino a sus redactores y cantores. Se creyó que las poesías de Homero se transmitieron durante mucho tiempo oralmente y que, en consecuencia, estuvieron expuestas a la ignorancia de los improvisadores y a la falta de memoria de los cantores.
En una determinada fecha, en tiempo de Pisistrato, habrían sido coleccionados en un libro los fragmentos que vivían en boca de la gente; pero los redactores estuvieron autorizados para introducir correcciones. Esta hipótesis es la más importante que ha mostrado la antigüedad en el terreno de los estudios literarios; en particular, el reconocimiento de una difusión oral de la poesía de Homero, en oposición a la habitual presión de la creencia en una época libresca, es un punto culminante digno de admiración de la antigua mentalidad científica. Desde aquellos tiempos hasta los de Friedrich August Wolff hay que dar un monstruoso salto en el vacío; pero del otro lado de este límite hallaremos la investigación justamente en el punto exacto en que la antigüedad había encontrado su fuerza para caminar; y es indiferente que Wolff tome como segura tradición lo que la antigüedad misma había establecido como hipótesis. Como característico de esta hipótesis, se puede señalar el hecho de que se tome la personalidad de Homero en el más serio sentido, que se supongan la regularidad y armonía interior en las manifestaciones de la personalidad en todas las partes, y que por medio de dos hipótesis auxiliares se desecha como no homérico todo lo que contradice esta regularidad. Pero este mismo rasgo fundamental, el querer reconocer, en vez de una esencia sobrenatural, una personalidad palpable, corre igualmente por todos aquellos estadios que llevan a dicho punto culminante, y por cierto con mayor energía y con creciente evidencia cada vez. Lo individual es siempre más fuertemente sentido y acentuado: la posibilidad psicológica de un Homero se hace cada vez más necesaria. Si desde aquel punto culminante volvemos atrás paso a paso, encontramos luego la concepción aristotélica del problema homérico. Para Aristóteles es el artista inmaculado e infalible que tiene perfecta conciencia de sus medios y de sus fines; con esto se revela también en la ingenua inclinación a aceptar la opinión del pueblo que adjudicaba a Homero el origen de todos los poemas cómicos, un punto de vista contrario a la tradición oral en la crítica histórica. Y si de Aristóteles volvemos hacia atrás, se cuenta la incapacidad de concebir una personalidad; constantemente se van amontonando poesías bajo el nombre de Homero, y cada época manifiesta su grado de crítica precisamente en la determinación de lo que se debe considerar propiamente de Homero. En este lento retroceder se siente involuntariamente que más allá de Heródoto hay un período en el que se identificó con el nombre de Homero una multitud de grandes epopeyas.
Si nos trasladamos al tiempo dé Pisistrato, entonces la palabra Homero abarca una multitud de cosas heterogéneas. ¿Qué significaba entonces Homero? Es indudable que entonces no se estaba en situación de abarcar científicamente una personalidad y sus manifestaciones. Homero había llegado a ser casi una cáscara vacía. Y ahora se yergue ante nosotros la importante pregunta: ¿Qué hay antes de ese período? ¿Acaso la personalidad de Homero llegó poco a poco, por no poder concebirla, a ser un nombre vacío? ¿O el pueblo ingenuo personificó toda la poesía épica, para hacerla intuitiva, en la figura de Homero? ¿Acaso se hizo de una persona un concepto, o de un concepto una persona? Esta es realmente la cuestión homérica, aquel problema central de personalidad.
La dificultad de resolverla aumenta cuando se busca una contestación desde otro terreno, es decir, desde el punto de vista de la poesía conservada. Así como hoy es difícil y cuesta mucho trabajo cuando se trata de hacer patente el paradojismo de la ley de la gravitación, concebir que la tierra altera la forma de su movimiento cuando otro cuerpo celeste cambia de lugar en el espacio, sin que entre los dos exista un lazo material, así también cuesta hoy fatiga llegar a la perfecta impresión de aquel asombroso problema, que andando de mano en mano herido perdiendo progresivamente su sello de origen. Creaciones poéticas, para rivalizar con las cuales ha faltado el ánimo a los más grandes genios, en las cuales hemos visto insuperados modelos para todas las épocas artísticas, y, sin embargo, su autor, un nombre vacío, quebradizo, en el cual no se encuentra la médula de una personalidad. Pues ¿quién se atrevería a luchar con dioses, a luchar con el Uno?, dijo el mismo Goethe, el cual, si ha habido algún genio que lo haya intentado, es el que ha luchado con aquel secreto problema de la inaccesibilidad homérica.
El concepto de poesía popular parece ser como un puente echado sobre este abismo: una fuerza más poderosa y primitiva que la de cualquier individuo creador habría obrado aquí; el pueblo más venturoso en su más feliz período, en la suprema actividad de la fantasía y de la fuerza poética creadora, habría engendrado aquellos imponderables poemas. En esta su generalización, la idea de una poesía popular tiene algo de embriagadora; sentimos el desencadenamiento de una facultad natural amplia y poderosa, de gusto artístico, y experimentamos ante este fenómeno la misma sensación que ante una catarata. Pero en cuanto nos adentramos en este pensamiento y queremos contemplarlo de hito en hito, colocamos involuntariamente, en lugar del alma popular poetizante, una masa popular poetizante, una larga serie de poetas populares, ante los cuales lo individual no significa nada, y en la que lo es todo el impulso del alma popular, la fuerza intuitiva de la ubre popular, la inagotable abundancia de la fantasía del pueblo: una serie de genios primitivos, pertenecientes a una época, a un género de poesía, a un asunto.
Pero es natural que esta idea suscite recelos: la naturaleza, que tan avara se muestra con el genio, ese producto raro y precioso, ¿podría haber sido pródiga hasta la locura en un determinado momento? Y aquí vuelve otra vez la temible pregunta: ¿No es explicable también aquella perfección con la hipótesis de un genio único? Imposible, tratándose de la obra en su totalidad, dice uno de los partidos; esto será aquí y allá verosímil en algunos pasajes, pero en el detalle, no en el todo. En cambio, otro partido recaba para sí la autoridad de Aristóteles, que precisamente admiraba la naturaleza divina de Homero, contemplando las líneas generales, la idea, el conjunto; cuando estas líneas flaquean y se borran, la culpa es de la tradición, no del poeta; la culpa la tienen la multitud de correcciones y superfetaciones que han ido velando paulatinamente el núcleo originario. Y cuantas más desigualdades, contradicciones y extravíos busca y, encuentra el primer partido, tanto más decididamente rechaza el segundo lo que en su sentir oscureció el plan originario para llegar a precisar en lo posible el fruto primitivo desprovisto de su cáscara secular. Es característico de la segunda tendencia hacerse fuerte en la idea de un genio epónimo, fundador de la gran épica artística. En cambio, la otra oscila entre la admisión de un genio y un número de poetas menores epígonos y la de una serie de hábiles, pero medianas individualidades juglarescas, animadas por una secreta corriente, por un profundo sentimiento artístico popular, que se habría manifestado en los cantores individuales como en un medio casi indiferente. Es natural que esta escuela alegue la incomparable excelencia de los poemas homéricos como la expresión de aquel secreto instinto.
Todas estas tendencias parten de la idea de que la clave para resolver el problema del contenido actual de aquellos poemas épicos es un juicio estético: se quiere llegar a una solución fijando la línea límite que separa al individuo genial del alma poética de un pueblo. ¿Existe una diferencia característica entre las manifestaciones del individuo genial y el alma poética de un pueblo?
Ahora bien; esta contraposición no está justificada y conduce a errores. Así lo demuestra la siguiente consideración. No hay en la estética moderna contraposición más peligrosa que la de la poesía popular y poesía individual, o, como se suele decir, poesía artística (Kunstdichtung). Esta es la reacción, o, si se quiere, la superstición, que la aparición de la ciencia histórico filológica, tan rica en consecuencias, trajo consigo: el descubrimiento y dignificación del alma popular. En efecto, sólo ella pudo preparar el terreno para una consideración científica aproximativa de la historia, que hasta entonces, y en muchas de sus formas, era una simple colección de materiales, en espera de que estos materiales se amontonaran hasta el infinito, sin creer que se podría llegar nunca a encontrar una ley y una regla para esta pulsación eternamente renovada. Ahora se comprende por primera vez el poder largo tiempo sentido de las grandes individualidades y de las manifestaciones de voluntad que constituyen el míninum evanescente de la Humanidad; ahora se comprende que toda verdadera grandeza y trascendencia en el reino de la voluntad no puede tener sus raíces en el fenómeno efímero y pasajero de una voluntad particular; se conciben los instintos de la masa, el impulso inconsciente del pueblo como el único resorte, como la única palanca de la llamada historia del mundo. Pero esta nueva antorcha lanza también sus sombras, y una de éstas es precisamente la mencionada superstición, que opone la poesía popular a la poesía individual, extendiendo de una manera peligrosa el oscuro concepto de un alma popular hasta el de un espíritu popular. Por el abuso de una conclusión positivamente seductora lograda por el método analógico se llegó a aplicar al reino del intelecto y de las ideas artísticas aquel axioma de las grandes individualidades que sólo tiene su valor en el reino de la voluntad. Nunca se le ha dirigido a la masa inestética y antifilosófica mayor lisonja que ésta, poniendo la guirnalda del genio sobre su pelada testa. Se supone una especie de pequeño núcleo, alrededor del cual se van formando nuevas cortezas superpuestas; se imagina que esta poesía de las masas se va formando como los aludes, es decir, en el curso, en el flujo de la tradición. Y se complacen en suponer aquel pequeño germen infinitamente pequeño, hasta el punto de poder prescindir de él sin perder nada del conjunto. Para esta concepción, la tradición es lo mismo que lo transmitido.
Pero, en realidad, no existe tal oposición entre la poesía del pueblo y la poesía individual; más bien toda poesía, y, naturalmente, también la poesía popular, necesita un individuo que la transmita. Por consiguiente, aquella abusiva contraposición sólo tiene un sentido: que con el nombre de poesía individual se comprende una poesía que no ha nacido en el suelo del sentimiento popular, sino que se remonta a un creador no plebeyo, y a una atmósfera no plebeya, y a una poesía fechada en el estudio de un hombre ilustrado.
Con la superstición que admite una masa poeta anda emparentada la que limita la poesía popular a un determinado período en cada pueblo, período a partir del cual se extingue como consecuencia natural de aquella primera superstición. En lugar de esta poesía popular paulatinamente extinguida, nace, según esta hipótesis, la poesía artística (la obra de cerebros particulares, no ya de grandes masas). Pero las mismas fuerzas que antes estaban en actividad siguen actuando aún, y la forma en que se modelan es también la misma. El gran poeta de una época literaria es siempre un poeta popular, y no lo es menos que cualquier viejo poeta del pueblo en un período literario. La única diferencia entre ambos no afecta a la manera de surgir su poesía, es decir, por la propagación y difusión; en una palabra, por la tradición. En efecto, ésta, sin el socorro de la letra encadenadora, se halla en eterno flujo y expuesta al peligro de admitir dentro de sí elementos extraños, restos de aquellas individualidades, a través de las cuales sigue el camino de la tradición.
Si aplicamos todos estos principios a los poemas homéricos, veremos que con la teoría de un alma popular poetizante no salimos ganando nada, y que en todo caso tenemos que recurrir al individuo creador. Y entonces comienza la tarea de cantar lo individual y distinguirlo exactamente de aquello que en el curso de la tradición oral ha sido, por decirlo así, embalsado, parte constitutiva considerablemente importante de los poemas homéricos.
Desde que la historia de la literatura ha cesado de ser o de necesitar ser un registro, se ha intentado apresar y definir la individualidad de los poetas. El método trae consigo un cierto mecanismo: debe declararse, debe razonarse, por qué aquella individualidad se muestra de un modo y no de otro. Entonces se utilizan los datos biográficos, los conocimientos, los acontecimientos de la época, y se cree que de la mezcla de todos estos ingredientes saldrá la buscada personalidad del poeta. Desgraciadamente, se olvida que precisamente el punto huidizo, lo individual indefinible, no puede salir de esta mezcla. Y cuanto menos nos elevamos sobre el tiempo y la vida, menos útil nos resulta dicho mecanismo. Cuando sólo se poseen las obras y el nombre, estamos desprovistos de la prueba de la individualidad; por lo menos así lo creen los partidarios del referido mecanismo; y mucho peor cuando las obras son perfectas, cuando son poemas populares. Pues donde aquellos mecanismos pueden comprobar mejor los elementos individuales, es en las desviaciones del genio popular, en las excrecencias y líneas ocultas; cuantas menos excrecencias de éstas tiene un poema, tanto más pálido es el dibujo de la individualidad poética.
Todas estas excrecencias, todo lo flojo y deforme que se ha creído hallar en los poemas homéricos, era atribuido sin vacilar a la despreciable tradición. ¿Qué quedaba entonces de lo individualmente homérico? Nada más que una serie de pasajes especialmente bellos y sobresalientes, elegidos según el gusto particular de cada uno. A aquellos elementos que estéticamente tenían una fisonomía propia, según la capacidad artística del que juzgaba, los llamaba éste, Homero.
Este, es el punto central de los errores homéricos. El nombre de Homero no guarda desde el principio una relación necesaria, ni con el concepto de perfección estética, ni con la Ilíada o la Odisea. Homero, como poeta de la Ilíada y la Odisea, no es una tradición histórica, sino un juicio estético.
El único camino por el que podemos remontar la época de Pisistrato y llevarnos al conocimiento del sentido que pueda tener el nombre de Homero nos conduce, por un lado, a través de las leyendas locales; éstas demuestran con claridad que el nombre de Homero fue identificado siempre con el de la poesía épico-heroica y que se tomaba en el sentido de autor de la Ilíada y de la Odisea, y no de otro cielo poético, como, por ejemplo, el tebano. Por otra parte, la vieja fábula de una rivalidad entre Homero y Hesíodo revela que bajo estos dos nombres se ocultan dos tendencias épicas: la heroica y la didáctica, y que, por tanto, la significación de Homero estriba en lo material, no en lo formal. Además, aquella fingida rivalidad con Hesíodo ni siquiera indica el alborear de un sentimiento previo de lo individual. Pero, desde el tiempo de Pisistrato, durante el desarrollo pasmosamente rápido del sentimiento de belleza entre los griegos, las diferencias de valoración estética, respecto de aquellos poemas, cada vez son más vivamente sentidas: la Ilíada y la Odisea sobrenadan en la corriente y quedan siempre en la superficie. En este proceso de diferenciación estética, el concepto de Homero se reduce cada vez más: la alta significación de Homero, del padre de la poesía heróica, en cuanto al asunto, se convierte en la significación estética de Homero, el padre del arte poético principalmente, y a la vez su incomparable prototipo. A esta conversión acompaña una crítica racionalista que traduce el prodigioso Homero en un posible poeta, que arroja las contradicciones materiales y formales de aquellas numerosas epopeyas contra la unidad del poeta y va descargando paulatinamente los hombros de Homero de aquel pesado fardo de epopeyas cíclicas.
Por consiguiente, Homero, como autor de la Ilíada y la Odisea, es un juicio estético. Nada dice esto contra el autor de los citados poemas, no quiere decir que sea un sueño, una imposibilidad estética, cosa que pensarán muy pocos filólogos. Más bien la mayor parte de ellos afirman que para la concepción total de un poema como la Ilíada hace falta un individuo y que justamente este individuo es Homero. Lo primero hay que concederlo; pero lo segundo yo tengo que negarlo, por las razones expuestas. También dudo que la mayor parte haya llegado al reconocimiento del primer punto, por las siguientes consideraciones.
El plan de una epopeya como la Ilíada no es un todo, un organismo, sino una serie de escenas hilvanadas, un producto de la reflexión experimentada y guiada por reglas estéticas. Ciertamente que la medida de un artista nos la da su visión de conjunto, su poder plasmativo rítmico. La infinita riqueza en escenas y cuadros de una epopeya hace imposible tal visión de conjunto. Pero cuando no se puede mirar artísticamente, se suelen ordenar los conceptos en serie y forjarse un orden siguiendo un esquema conceptual.
Este orden será tanto más perfecto cuanto mejor conozca el artista distribuidor las leyes estéticas, y conseguirá la ilusión de ver el conjunto en un solo momento como un todo intuitivo.
La Ilíada no es una corona, sino un ramillete de flores. En un mismo marco están encerrados muchos cuadros, pero el que los reunía no se preocupaba de si el conjunto era agradable y rítmico. Para nada tomaba en cuenta el todo, sino los detalles. Pero es imposible que aquel conjunto de escenas hilvanadas, que denuncia un estado embrionario, aún poco madurado, de la inteligencia artística, sea el hecho propiamente homérico, el acontecimiento histórico. Más bien el plan es justamente el producto más reciente, mucho más reciente que la celebridad de Homero. Por consiguiente, los que buscan el plan originario y perfecto buscan un fantasma, pues el peligroso camino de la tradición oral estaba resuelto cuando se formó el plan; las alteraciones que introdujo la tradición no pudieron afectar al plan, que no estaba contenido en la cosa transmitida.
Pero esta imperfección relativa del plan no puede ser una razón para ver en el confeccionador del plan una personalidad distinta de la del poeta. No solamente es verosímil que todo lo creado en aquel tiempo, con propósitos estéticos conscientes, retrocediera ante la fuerza impulsiva de la corriente popular poética. Es más, podemos adelantar un paso. Si comparamos los llamados poemas cíclicos, concedemos al autor de la Ilíada y la Odisea el indiscutible mérito de haberse llevado la palma en lo que se refiere a la técnica consciente del compositor, mérito que estamos dispuestos, desde luego, a reconocer a aquel mismo que es para nosotros el primero en el campo de la creación intuitiva. Quizá hasta se vea una indicación de trascendencia en esta relación. Todos aquellos defectos y deformidades, de estimación subjetiva en su conjunto, que estamos acostumbrados a considerar como los restos petrificados del período de tradición, ¿no son, quizá, los males casi necesarios con que debía tropezar el genial poeta en su gran empresa, entonces casi sin modelos e incalculablemente difícil?
Nótese bien que el examen de las dos facultades tan heterogéneas como lo instintivo y lo consciente altera la posición del problema homérico y, a mi parecer, también la solución.
Nosotros creemos en un gran poeta autor de la Ilíada y la Odisea; sin embargo, no creemos que este poeta sea Homero.
La solución está ya indicada. Aquella época, que inventó las innumerables fábulas homéricas, que imaginó el mito de la rivalidad entre Homero y Hesíodo, que consideraba toda la poesía del cielo como homérica, expresaba el sentimiento de una singularidad, no estética, sino material, cuando pronunciaba el nombre de Homero. Homero figura en esa época en la serie de nombres tales como Orfeo, Eumulpo, Dédalo, Olimpo, en la serie de los descubridores míticos de una nueva rama del arte, a los cuales era natural que se dedicaran todos los frutos posteriores que las nuevas ramas habían de producir.
Y ciertamente, aquel admirable genio al que debemos la Ilíada y la Odisea pertenece a esta posteridad agradecida; también él, sacrificó su nombre en el altar del padre de toda poesía épica de Homero.
En esta medida, y severamente alejado de todo detalle, he expuesto ante vosotros, los que aquí me honráis con vuestra respetable presencia, los fundamentos estéticos y filosóficos del problema de la personalidad de Homero: en el supuesto de que las formaciones básicas de aquella múltiple cordillera, conocida con el nombre de la cuestión homérica, se comprende mejor cuanto más alejada de ella estemos y cuanto más desde arriba la miremos. Pero al mismo tiempo, yo me imagino haber traído a la memoria de aquellos amigos de la antigüedad, que nos reprochan a nosotros, los filólogos, tanta falta de piedad contra los grandes conceptos y un placer de destruir por destruir, dos cosas en un ejemplo. En primer lugar, aquellos grandes conceptos, como el de la intangibilidad de un genio poético homérico indivisible, eran, en el período prewolfiano, conceptos demasiado grandes y, por ende, interiormente vacíos y frágiles. Si la moderna filología clásica vuelve otra vez a los mismos conceptos, ya no son los mismos hombres. En realidad, todo se ha renovado: hombre y espíritu, vino y palabra. En general, se advierte que los filólogos han convivido casi todo un siglo con poetas, pensadores y artistas. De aquí que aquel terreno rocoso y pedregoso, que antes se designaba como antigüedad clásica, es hoy un exuberante campo de cultivo.
Y aún podría evocar, en la memoria de aquellos amigos de la antigüedad que se apartan con desconfianza de la filología clásica, otra cosa. Vosotros veneráis la inmortal obra maestra del genio helénico, y os creéis más ricos y felices que cualquier otra generación que hubo de pasarse sin ella; pero no olvidéis que todo ese mundo encantado estuvo en otro tiempo enterrado, sepultado bajo enormes prejuicios; no olvidéis que la sangre y el sudor y la aplicación constante de numerosos adeptos de nuestra ciencia fueron necesarios para sacar a la superficie aquel mundo sumergido. La filología no es la creadora de aquel mundo, es cierto; no es la autora de aquella música inmortal; ¿pero no era ya un mérito, y un mérito grande, ser un virtuoso de aquella música tan largo tiempo indescifrada? ¿Quién era Homero antes de la valerosa hazaña de Wolff? Un buen viejo, en todo caso conocido bajo la rúbrica de un genio natural; en el mejor caso, hijo de una época bárbara, llena de ofensas contra el buen sentido. Pero oigamos cómo se expresaba sobre Homero, aún en 1783, un excelente erudito: ¿Dónde se esconde este amado varón? ¿Por qué permanece tanto tiempo incógnito? A propos, ¿pueden ustedes darme su silueta?
Gratitud pedimos, claro que no para nosotros, que somos un átomo, pero sí para la filología, que no es, ciertamente, ni una musa ni una gracia, pero sí mensajera de los dioses; y así como las musas descendían a las almas inquietas y turbadas de los campesinos beodos, así desciende ahora a un mundo de sombríos cuadros y colores, lleno de los más profundos e incurables dolores, y nos habla, para consolamos, de las bellas y luminosas figuras de un lejano país encantado, azul, feliz.
Y basta, aunque debo aún decir dos palabras muy personales, pero que la ocasión de este discurso justificará.
También un filólogo puede condensar la meta de sus esfuerzos y el camino que lleva a ella, en la breve fórmula de una profesión de fe; y así lo haré yo, invirtiendo una frase de Séneca: Philosophia facta est quae filologia fuit.
Con esto quiero expresar que toda actividad filológica debe estar impregnada de una concepción filosófica del mundo, en la cual todo lo particular y singular sea condenado como algo despreciable, y sólo quede en pie la unidad del todo. Y así, permitidme confiar que yo, inspirado en esta tendencia, no seré ya un extraño entre vosotros. Dadme la seguridad, ya que conocéis mis orientaciones, de que podré tomar parte en vuestras tareas, y sobre todo permitidme creer que he sabido corresponder de una manera digna a la confianza con que las autoridades de este Instituto me han honrado.
Federico Nietzsche
Basilea, 28 de mayo de 1869.